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Estás en el supermercado. Tres cajas abiertas. Eliges una, porque parece la más rápida. Y de repente, la persona de delante saca cupones, monedas de céntimo, o quiere devolver una botella de hace tres meses. Y tú ahí, atrapado, viendo cómo las otras filas avanzan como si tuvieran prioridad divina. Así es el juego de la comparación. Crees que si hubieras elegido otro camino, irías más rápido. Pero casi nunca lo sabes. Y además, la prisa rara vez compensa la paz. El secreto no está en cambiar de fila, sino en aceptar el ritmo al que te toca avanzar y hacerlo bien. Porque cada vez que te desesperas, te pierdes el presente. Te quiero, hijo. Por siempre.