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Cuenta una historia que un hombre viudo vivía solo con su hijo. Un día, tuvo que ausentarse del pueblo por unos asuntos. Durante su ausencia, unos bandidos atacaron el lugar, incendiaron las casas y raptaron a varios niños. Cuando el padre regresó, solo encontró las ruinas de su hogar y, entre los escombros, el cuerpo calcinado de un niño. Creyó que era su hijo. Lo metió en una bolsa, y desde entonces, nunca más se separó de ella. Pasaron los años. El niño, que en realidad había logrado escapar, volvió a casa. Golpeó la puerta una y otra vez, pero su padre —creyendo que era alguien que quería molestarlo— no abrió. Así, jamás volvieron a encontrarse. Hijo, esta historia no habla de fuego ni de pérdida. Habla de los dogmas personales: de todo aquello que damos por cierto y no nos permitimos revisar. De esas “verdades” que cargamos tanto tiempo que se vuelven parte de nosotros… incluso cuando ya no son reales. Cuestiona siempre lo que crees, sobre todo si te duele. Quizá la verdad que tanto temes tocar, sea justo la que pueda liberarte. Te quiero hijo. Por siempre.